Blogia
photosintesis

Los pájaros de Mme. Dos Rombos

Los pájaros de Mme. Dos Rombos Desde pequeñita tengo una absurda fobia: me asustan los pájaros. Incluso los más pequeños, tipo canario o gorrión. Todo empezó hace años en una visita de mi tío Emilio durante unas vacaciones en casa de mi abuela. Emilio era uno de mis tíos preferidos aunque en realidad no era tío mío sino de mi madre. Todos los años, en septiembre, llegaba desde Coruña para pasar una semana con nosotros. Recuerdo que le encantaba levantarse casi al amanecer para dar un paseo por la playa antes de desayunar. A pesar de la pequeña distancia que separaba la capital de su pueblo natal, sentía una inmensa morriña de aquel paisaje repleto de bateas en el horizonte y le gustaba disfrutarlo en soledad. A mí esos paseos me tenían fascinada y año tras año, sin excepción, hacía propósito de madrugar tanto como él para acompañarle. Para mí eso era lo más parecido a hacer “algo de mayores”. Así que por las noches antes de acostarme, me acercaba para darle un beso y le decía al oído: “tío Emilio, anda, despiértame cuando te levantes, sin que mamá se entere y me llevas contigo”. Nunca logró despegarme de las sábanas. El ansia nocturna se transformaba en una tremenda pereza por las mañanas, así que abandonaba el intento tras tres o cuatro ronroneos de los míos.

Pues bien, tío Emilio llegó, como cada año. Y como siempre traía sorpresas que escondía por diferentes rincones de la casa. Es una costumbre muy de mi familia esconder cosas en los sitios más insospechados. Por ejemplo, el día de Reyes, tú te levantabas por la mañana, salías disparada hacia el árbol de Navidad… y allí nunca había nada. Sólo los restos del bizcocho y la leche que diligentemente habías colocado la noche anterior para sus sufridas majestades. Luego, y tras la consabida llorera (mira que les debía gustar reírse mientras me hacían de sufrir y de sufrir), los regalos aparecían… en un armario, debajo de la cama de mis abuelos o dentro de un barril de la bodega. Así que siguiendo la costumbre familiar, y después de la comida de bienvenida, Emilio se me acercó y me dijo: “si vas a la cocina, encontrarás una sorpresa para ti”. ¡Ese era mi Emilio! Eché a correr por el pasillo, abrí la puerta de golpe y ¿qué había allí? ¡Una enorme caja envuelta en papel de regalo! Pero no estaba sola. Encima de aquel regalo, vete tú a saber cómo, se había aposentado un tremendo pajarraco, horrible, negro, de dimensiones mayores a las de un gallo y un pico la mar de largirucho. En comparación conmigo aquello era un auténtico gigante. Un monstruo de dimensiones desorbitadas sobre el que tendría que pasar para apoderarme de lo mío. Aquello fue superior a mis fuerzas. Nos miramos a los ojos y entonces, por sorpresa, el animal soltó un horrible graznido, que me hizo salir como alma que lleva el diablo en dirección contraria. Volví al salón envuelta en lágrimas sin atreverme a volver la vista atrás, segura de que en el más mínimo descuido aquel bicho me arrancaría un ojo con el pico. Tardé dos días en atreverme a abrir el paquete temiendo que también dentro hubiese algo parecido a lo que me había encontrado encima, y muchos más todavía en recuperarme del susto.

No hace mucho tiempo volví a reencontrarme con mi peor pesadilla. Yo trabajaba por entonces en un canal de televisión digital de cuyo nombre no quiero acordarme, y me encargaron grabar un reportaje en una especie de zoo para aves, que un personaje aficionado a estos “bichitos” se había construido para uso y disfrute a las afueras de Madrid. ¿Qué queréis que os diga? Aquel hombre era un auténtico enfermo mental. Para él su “Pajarilandia” era lo que Neverland para Michael Jackson o Paisley Park para Prince. Sólo que en vez de niños o maquetas, él coleccionaba pájaros, de todos los tamaños, colores y nacionalidades que os podáis imaginar. El asunto es que nada más pisar aquel “paraíso de la pluma” me sentí de nuevo aterrorizada. Durante una o dos horas avanzamos junto al cámara a través de las instalaciones, grabando todo tipo de planos, mientras él nos explicaba cosas SUMAMENTE interesantes tales como el apareamiento de las cacatúas, las dificultades de la cría de colibríes brasileños en cautividad o las diferentes tonalidades del loro africano.

Mi estado de ansiedad empezó a ser insoportable. Sostener la mirada frente a tanta ave empezaba a provocarme unas nauseas cada vez más intensas. “No existen, son fruto de tu imaginación”, me repetía mentalmente a cada paso. En un momento dado, parados frente a una de las jaulas, el coleccionista sugirió que podría meterme dentro para grabar una bonita entradilla para el reportaje. “Estos son inofensivos”, aclaró. Suspiré aliviada. “Imagínate lo bonito que te va a quedar, ¡con los pajarillos revoloteando a tu alrededor! Ya verás como alguno se te coloca en el hombro mientras hablas a cámara”. ¿En mi hombro? ¿Pajarillos? ¿Con su pico estratégicamente situado a ras de mi cuello? ¡No eso noooooooooo! ¿Pero quién se creía aquel hombre? ¿Alfred Hitchcock dirigiendo a Tippi Hedren en “Los Pájaros”? Y, aún peor, ¿era yo realmente la misma mujer que soñaba de niña con arrastrarse entre trincheras cual reportera dicharachera de guerra o una auténtica cobarde de mierda? Aquello empezó a ponerse muy feo. Aquel hombre no estaba dispuesto a que yo, una vulgar periodista, estropease con mis absurdos miedos aquel precioso reportaje frente al que pensaba correrse de gusto cada vez que apretase el play de su video casero. Se hizo a un lado para abrir la verja y apoyando una mano en mi espalda me dio un ligero empujoncito hacia adentro. No recuerdo nada más. Cuando me desperté el cámara, muerto de risa, me abanicaba con el guión del programa. El pajarraco, enfurecido, había volado.

2 comentarios

Amber Lemur -

Un buen relato, comienza a lo Truman Capote y acaba a lo Gerald Durrell y tu en medio!

yosoyesa -

ay el porompompero que tan buenos momentos nos dio... siempre he dicho que mereció la pena, por lo menos nos conocimos las minichurris!!